Enrique Sepúlveda
Ana Moral
Cuando estas páginas se publiquen, no sé si mi amigo el doctor Enrique Sepúlveda va a estar aún con vida, pero he querido dedicarle este recuerdo de una relación humana mantenida por cuarenta y cinco años, que ilumina en gran
parte el trasfondo de la vida social chilena.
En estos momentos, octubre de 1976, Enrique lleva ya ocho meses en una celda de la cárcel bonaerense de Villa Devoto, puesto a disposición del Poder Ejecutivo sin cargos, por el delito de ser chileno y de izquierda. Tiene sesenta y seis años y su salud está muy quebrantada. Se le ha extendido un contrato de trabajo en Francia, país que también le ha concedido una visa, y ahí lo espera la compañera de su vida, que lo ama entrañablemente. Hemos removido el cielo y la tierra para obtener, simplemente, que el gobierno argentino lo deje partir. Pero los generales hacen oídos sordos a las peticiones de autoridades, profesionales e instituciones respetables, porque en estos tiempos sórdidos
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la vida de un hombre no vale un centavo.
Los funcionarios de las comisiones de derechos humanos o de otras oficinas de las Naciones Unidas, ya sea por un exceso de problemas similares, ya por una paradojal «inhumanidad», no sólo escabullen el cuerpo a las dificultades, sino que tratan a los interesados y a sus familiares con una dureza que los desconcierta y desmoraliza. Los «informes» de las Embajadas de los gobiernos dictatoriales, plagados de falsedades, hipocresías y calumnias, son tenidos como autos de fe y merecen más credibilidad que las versiones de las víctimas. Kafka resulta mucho más directo y simple que estos altos comisionados, envueltos en una maraña de insensibilidad y burocracia
A Enrique lo conocí el año 1930, cuando ambos éramos estudiantes universitarios, yo de Derecho y él de Medicina; pertenecíamos a una generación rebelde que se alzaba contra la dictadura de esa ¿’poca, incomparablemente más tibia que la actual, pero que removía nuestros sentimientos libertarios y nos impulsaba a la lucha callejera y a la acción colectiva. Ambos éramos marxistas convictos y confesos, como diría Mariátegui, pero mientras yo participaba del espíritu crítico de Trotsky, él reconocía la disciplina oficial del partido comunista.
Una fría noche del invierno de ese año nos reunimos trece estudiantes de la Universidad de Chile, en una vieja casona de la comuna de San Miguel, y fundamos un grupo de universitarios e intelectuales de izquierda que denominamos Avance. Entre los asistentes estaban Salvador Allende, también estudiante de Medicina, que llegaría a ser Presidente de la República y Marcos Chamudes, un vociferante revolucionario que terminó sus días al servicio directo de la reacción más despiadada. Fue este Marcos Chamudes el que nos enseñó, esa noche, una canción de los comunistas italianos, que ya había atronado las calles de Lima, y que nosotros, exponiéndonos a ser detenidos por la policía, nos vinimos cantando por la Gran Avenida, rumbo al centro, con ese brío maravilloso de una juventud iluminada:
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Compagna avanti compagna avanti a la riscosa a la riscosa compagna avanti a la riscosa bandiera rosa que trionfará . . .
Entonábamos esa letra, a medias española y a medias italiana, con una voz muy alta, sin temor a nada, mientras marchábamos firmemente, con pasos duros, cual si estuviéramos asaltando las trincheras de la malvada burguesía. En la primera fila marchaba Enrique, un muchacho de regular estatura, de pelo castaño claro, gesto entusiasta y una sonrisa que le iluminaba la cara borrando instantáneamente todo rastro de pasión o de encono.
Vinieron días de intensa actividad, en que las tumultuosas asambleas universitarias presagiaban la inminente caída del gobierno dictatorial. En el Salón de Honor de la Universidad de Chile, ubicado en la antigua casa de Bello, en plena Alameda de las Delicias, protagonizábamos verdaderas batallas en que los del grupo Avance nos batíamos como leones, en visible minoría, contra conservadores y radicales, que llenaban y hasta desbordaban las graderías. Proclamarse marxistas, y aún más, leninistas, defender a los «bolcheviques» que habían triunfado en la Unión Soviética y anunciar la organización en Chile de los soviets de obreros, campesinos, soldados y marineros, constituía una audacia inconcebible.
Cayó la dictadura, un 26 de Julio de 1931, y la agitación universitaria creció como una marejada; dejamos de ser una insignificante minoría y ganamos en limpia elección la Presidencia de la Federación de Estudiantes, con el alumno de Medicina Roberto Alvarado.
Pero las reuniones internas del grupo resultaban catastróficas y la riña constante entre estalinistas y trotskistas cansó a muchos, entre ellos a Salvador Allende, que se retiró diciendo que no deseaba participar en esa lucha fratricida. No podría precisar en qué ocasión Enrique abandonó a los estalinistas y pasó a las filas del trotskismo, pero si recuerdo que lo hizo con la sinceridad y el ímpetu que ponía en todas sus actuaciones, porque hablaba a la vez con los labios y con el alma, evidenciando una sinceridad inobjetable.
El año 1932 surgió una efímera República Socialista encabezada por el jefe de la Aviación Militar, el coronel Marmaduke Grove, por un político de ideas socialistas, Eugenio Matte Hurtado y por un singular periodista llamado Carlos Dávila, que supo deshacerse, a los trece días justos, de sus compañeros de equipo. Los comunistas organizaron en pleno Salón de Honor de la Universidad de Chile un Consejo Revolucionario de Obreros y Campesinos, con la ingenua esperanza de sobrepasar los acontecimientos y consumar una revolución social. Eran los tiempos del llamado «tercer período», en que el sectarismo más extremista invalidaba toda acción. Por circunstancias imprevisibles yo fui
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nominado para uno de los siete cargos directivos del CROC y terminé rápidamente confinado a la Isla Mocha, en el sur de Chile, en pleno invierno y sin ropa de abrigo. Tenía solamente dieciocho años, y por primera vez, faltó poco para que me «fondearan» en los muelles de Valparaíso, con una piedra atada al cuello, fin que le fue deparado al profesor Anabalón.
Los años siguientes fueron de diario ajetreo social y político encontrándonos con Enrique, ya sea del mismo lado, ya en trincheras opuestas, mientras la vida seguía su inexorable curso. Él se recibió de médico y ejerció la profesión especializado en los niños, atendiendo gratuitamente a cientos de familias obreras de las poblaciones; yo obtuve el título de abogado, no sé todavía cómo, y me vinculé a los sindicatos. Nos encontramos en la misma tienda política de izquierda, con orientación trotskista, y dimos juntos muchas batallas contra los comunistas de la Tercera Internacional, que nos superaban en organización y en número.
Enrique era capaz de participar en el debate más enconado y, terminada la polémica, recobrar su aspecto apacible y su tranquilidad espiritual. Por aquella época, también, ambos nos casamos y formamos familia. Pero estuvimos lejos de «aburguesarnos» y continuamos participando diariamente en reuniones, trabajos y otras actividades políticas. Cuando se fundó el partido socialista, en 1933, nos negamos a ingresar en un grupo que estimamos heterogéneo y sin porvenir, pero tres años después nos sentimos llamados a revisar esa actitud. En la delegación de cuatro dirigentes que asistimos al tercer congreso socialista, efectuado en Concepción, encargada de plantear las condiciones de nuestro ingreso al que ya se habían transformado en un gigantesco partido, íbamos ambos, y Enrique habló en el escenario, montado en un ring, con cuerdas y todo, apelando con escaso éxito a los sentimientos revolucionarios todavía muy vagos en la masa de delegados.
Esa noche me dijo:
‐ Hagan ustedes lo que quieran. Yo no me incorporo.
Me miraba desafiante, hablaba con voz agresiva, quería pelea. Su tensión interior debe haber sido muy grande, pues ni siquiera afloraba esa sonrisa que solía borrar las estridencias en que fatalmente nos deslizábamos.
Por muchos años estuvimos separados y, más de una vez, nos desafiaba desde las asambleas con su oratoria jacobina. Una noche efectuamos una comida en los altos del restaurant chino de la calle Merced para escuchar a algunos invitados extranjeros, entre ellos al doctor argentino Silvio Frondizi, bárbaramente asesinado hace unos meses por la organización fascista «Las Tres A», y Enrique interrumpió los cambios de ideas, hasta entonces pacíficos, con una catilinaria que no supe, realmente, contra quien iba dirigida.
Pasaban los años, inadvertidamente, fatalmente, rigurosamente, y nosotros seguíamos, en cierta forma, siendo los mismos estudiantes de la generación del año 30. Ni Enrique ni yo tuvimos nunca bienes materiales; fuimos pobres de solemnidad y lucimos el orgullo de nuestra pobreza; lo seguimos siendo ahora, él en la cárcel, y yo en el exilio, y nos sentimos más orgullosos que nunca; no se lo puedo preguntar, pero lo sé.
Ambos vimos deshacerse nuestros hogares y Enrique, pasados los cincuenta, peinando ya algunas canas y con el aspecto más maduro, propio de la edad, volvió a enamorarse. Ella era más joven que él, por supuesto, y trabajaba como matrona en el mismo hospital en que él se desempeñaba como pediatra.
No sé por qué, me consultó como técnico en restoranes discretos. Enrique, a su edad, no frecuentaba esos establecimientos donde la luz amortiguada y el clima romántico prestaban eco a las palabras de amor, que se pronuncian en cualquier etapa de la vida. Le dije que fuera a La Chatelaine, en la plaza Pedro de Valdivia, con una pequeña orquesta que tocaba melodías suaves y una penumbra propicia y le señalé que el maître, Núñez, militante socialista y gran amigo mío, lo atendería bien si le señalaba nuestra fraternidad.
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Enrique y Anita formaron una pareja muy unida y fueron llegando los hijos; primero una niña, que debe andar ahora por los doce años, y luego dos hombres, los tres están en Chile, separados de sus padres, cuidados por los abuelos maternos. Volvimos a encontrarnos frecuentemente pues habíamos coincidido nuevamente en la acción y nos visitábamos a menudo, ya que yo también había formado mi nuevo hogar. Nuestras diversiones eran sencillas; alguna comida a base de mariscos, que constituían la pasión de Enrique, regada con algunos vasos de vino o paseos a los alrededores, en el pequeño automóvil que el médico se había visto obligado a comprar. El amor de Anita le había dado reposo espiritual y el ver crecer a sus hijos le deparaba una gran felicidad.
Tenía una manera particular de dirigirse a ella; la trataba de usted, y había en sus gestos una mezcla de afecto conyugal y autoridad paterna, que resultaban indefinibles; la diferencia de edades no mellaba sus sentimientos y pocas veces he visto a un hombre y a una mujer amarse más entrañablemente, más honestamente, más alegremente. Ya sobre los sesenta, Enrique era vital y recto, amable y sensible, siempre con su eterna sonrisa iluminada que, con los años, le prestaba a su rostro una atractiva suavidad.
Durante los tres años del gobierno de Allende, el antiguo compañero del grupo Avance, nuestra colaboración se hizo más estrecha porque Enrique me ayudó en mi trabajo periodístico, dando curso a su vocación permanente. Descuidaba sus atenciones de médico para sentarse a la máquina a escribir editoriales o columnas. Muchas noches, después de la larga jornada, partíamos a buscar a las mujeres y nos íbamos a charlar interminablemente, sobre otros tiempos y los actuales, con reminiscencias de una larga trayectoria común. Generalmente nos dejábamos caer en el Club Social del paradero once y medio de la Gran Avenida, atendido por Cucho Brizuela, y unos flacos violinistas, desgarbados y soñolientos, nos tocaban canciones antiguas, ya casi olvidadas en la noche del pasado. Enrique era el médico de los hijos de uno de los músicos, por lo que estos se esmeraban en brindarnos sus mejores creaciones.
Cuando caí preso, sin que nadie pudiera saber siquiera si estaba aún con vida, ellos estuvieron constantemente en mi casa, sosteniendo y apoyando a mi compañera. Ya en la cárcel, donde teníamos un día de visita, fueron ambos a verme continuamente, pese a mis advertencias por el peligro que implicaba para mi amigo.
‐ No es na, iñor ‐me decía Enrique riendo suavemente, para darme ánimo en ese trance.
Efectivamente, Enrique también terminó cayendo en las redes de la dictadura y fue conducido al campo de concentración de Tejas Verdes, donde lo sometieron a diversos grados de la tortura generalizada. Luego de algunas semanas de malos tratos diarios lo dejaron una noche en libertad, en horas que regía el toque de queda, lejos de su casa, con la manifiesta intención de que lo sorprendieran las patrullas y lo liquidaran en el sitio mismo en que fuera ubicado.
Al día siguiente logró pasar a Argentina, antes de que su nombre quedara incluido en las listas fronterizas que impedían viajar fuera de Chile; lo siguió Anita con los tres niños, y trataron de empezar a vivir de nuevo. Ambos hicieron los trámites para revalidar sus títulos profesionales, arrendaron un pequeño departamentito, matricularon a los dos hijos mayores en el colegio y consiguieron algún trabajo. Durante varios meses estuvieron tranquilos, añorando la patria, pero sintiéndose seguros.
Una noche apareció por el modesto departamento en que vivían un chileno al que apenas conocían y que les contó una historia cualquiera; necesitaba dormir allí esa noche, ya que no tenía otra parte donde hacerlo, y Enrique, pese a las desconfianzas de Anita, le brindó su hospitalidad. Parece que el individuo estaba buscado por la policía, acusado de terrorismo y según múltiples indicios el mismo colocó a los investigadores en la pista de la casa de los Sepúlveda, para librarse del cerco. El hecho es que, a los cuatro días de haber alojado al visitante en su casa, por una noche, llegó una camioneta con varios policías que detuvieron a los dueños de casa y los llevaron a un cuartel donde fueron golpeados y maltratados brutalmente, para que confesaran donde estaba el fugitivo, del cual ellos ni siquiera sabían el nombre.
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Cientos de chilenos sufrieron el mismo trato en Argentina; el país que les había dado asilo, en manos ahora de sus propios militares desentrañados, procedía a recoger en grandes redadas a esa gente que había logrado huir de la masacre en su propia patria. A unos los liquidaban, lisa y llanamente, simulando construir comandos derechistas; acribillaban de balas a familias enteras, padres, madres, hijos, sin preguntarles nada y por el único delito de ser chilenos. A otros los detenían y los dejaban a disposición del poder Ejecutivo, «sin cargos». Esto es lo que le sucedió a Enrique. Anita fue dejada en libertad a los pocos días, terriblemente golpeada, faltándole los dientes superiores y con la advertencia de que se marchara del país a la brevedad posible. Enrique estuvo varias semanas en manos de los interrogadores que le hicieron sufrir toda suerte de sevicias, hasta que ya en estado de verdadera postración fue llevado a la cárcel de Villa Devoto, en Buenos Aires, donde en estos momentos se encuentra.
Anita consiguió enviar sus niños a Chile y ella se quedó en Argentina golpeando a todas las puertas, muy pocas de las cuales se le abrieron. Las de oficinas internacionales, como Naciones Unidas, no ceden el paso fácilmente a las víctimas. Anita lo aprendió rápidamente. Llegó el momento en que debió marcharse y se vino a Francia, país que les había concedido a ambos, visas de ingreso; nos encontramos en Frankfurt y me sumé a la campaña para obtener la liberación de mi amigo. Hasta ahora todo ha sido infructuoso.
¿Por qué está preso en Buenos Aires el médico chileno Enrique Sepúlveda? Una pregunta, por cierto, para la que los militares argentinos no tienen una respuesta. Enrique no milita en ningún partido político desde hace siete años; no ha tenido actividades de este orden en los últimos años, ni en Chile ni en Argentina; sólo puede ser acusado de tener ideas de izquierda y eso, ni para los militares, puede constituir un delito.
El doctor Enrique Sepúlveda tiene ya sesenta y seis años; su corazón no es firme; su salud está muy deteriorada. ¿Por qué el ensañamiento? ¿Por qué la inhumanidad?
Tal vez porque los tan cacareados derechos humanos no son más que un paquete inútil de falsedades. Quizás porque el entrenamiento recibido en las universidades del terror de la zona del canal de Panamá hace de los uniformados latinoamericanos autómatas sin corazón y sin sentimientos. Puede pensarse que la lucha de clases está adquiriendo una intensidad jamás antes conocida.
Pero sea por lo que sea. Ocurra lo que ocurra. Imperen el desenfreno y la brutalidad que imperen. Una gran enseñanza fluye de todo esto: los círculos conservadores del continente, azuzados por los grandes consorcios imperialistas y supranacionales, están sembrando tanto odio, tanto salvajismo, tanta brutalidad y tanta sangre que deberá venir un día en que los pueblos se cobren la revancha. Ley de la vida o exigencia de la historia. Pero es inevitable.